Las mujeres en el Museo González Martí

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Modelos sagrados de feminidad. Oratorio

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La capilla, un elemento constante en las construcciones palaciegas, concentra, a través de las pinturas  e imaginería, algunos de los discursos más potentes respecto a las funciones sociales de las mujeres y las relaciones entre los sexos, aspectos que podrían fortalecerse si pensamos en los rituales propios de este espacio y quiénes los ejercen.

En las imágenes que expone este palacio-Museo encontramos algunos de esos discursos, todos ellos de larga duración:  el dios creador, la mujer-madre y el más tardío mito de la concepción virginal que supone el reconocimiento de la inmaculada concepción de María.

El dios-padre del mundo clásico compartió la divinidad con otros dioses y diosas. El dios hebreo, cristiano y musulmán es un Dios único, creador de la vida y la muerte, con capacidad de omnipresencia y control, generosidad y castigo. Puro conocimiento más allá de la dimensión temporal.   La Trinidad masculina Dios-Hijo-Espíritu Santo (“tres personas distintas y un solo dios verdadero”)  refuerza el poder  del Dios creador en tanto en cuanto el Espíritu Santo y el Hijo colaboran en el cumplimiento de la voluntad del Padre sin cuestionarla. Los actos del Hijo colaboran para modificar su proyecto en la tierra, un proyecto que incluye la mediación femenina. Y en esa mediación se insertan dos de las iconografías de esta capilla:  La Inmaculada Concepción y la Virgen con niño o maternidad. La iconografía  religiosa cristiana también  tiene una temprana Trinidad femenina: Santa Ana, La Virgen y el niño, que  podemos encontrar tanto en escultura como en pintura, especialmente en los siglos XV y XVI. Si la primera es una trinidad con capacidad de tomar decisiones, la segunda es una trinidad asociada a la oración, la aceptación de las decisiones divinas, la educación  y el cuidado, funciones sociales que sirven de referencia para los modelos de feminidad  del humanismo cristiano. Pero, al tiempo, colabora en visibilizar la genealogía femenina de Jesús.

La Inmaculada Concepción supone que María, la que será elegida para ser madre del Hijo,  nació, por decisión divina, sin el llamado “pecado original”, es decir, sin relación carnal entre sus progenitores.  Este planteamiento, sobre el que la Iglesia no quiso pronunciarse con firmeza hasta que lo aceptó como dogma en el siglo XIX, tuvo el apoyo de la Corona de Castilla desde muy temprano. Isabel I de Castilla lo apoyó a finales del siglo XV y  colaboró en la fundación del primer convento femenino bajo la advocación de la Inmaculada Concepción por una de sus damas, Beatriz de Silva. Beatriz Galindo, maestra de latín de la reina, también financió dos conventos en Madrid bajo esta advocación, que apoyará también la casa española de los Austrias. Grandes Pintores como Murillo, Alonso Cano o Zurbarán dejaron buena huella de este culto en su producción. Desde un punto de vista femenino, aceptar este dogma supone aceptar que María estuvo en la mente de Dios antes de ser concebida. Es decir, que la Mujer  es un elemento clave en el proyecto redentor.  Pero, al tiempo, la Inmaculada Concepción de María fortalece el mito de la virginidad  femenina y, de forma indirecta,  el control del cuerpo de las mujeres.

El tercer discurso, de fuerte tradición oriental y común a diferentes culturas, es el discurso de la maternidad - en la versión madre-hijo- en la edad infantil. La madre es la pieza clave en esta etapa, ya que proporciona alimento y cuidado.  En ausencia de esas posibilidades, estas tareas pueden ser encomendadas a una nodriza o ama de cría, figura que, a pesar de las críticas de la iglesia y otras instancias, tendrá gran estima en las sociedades de la Europa moderna.  El discurso pictórico de la mujer-madre (Virgen-Jesús niño) nos interesa especialmente porque no es frecuente encontrar una relación afectiva tan clara ni frecuente en otras producciones culturales de la época –la literatura en cualquiera de sus formas, por ejemplo-.  La iconografía religiosa de la madre-hijo es, posiblemente, la mejor fuente documental para difundir modelos de feminidad y para reflejar realidades afectivas madre-hijo de las que no dejaron huella otras fuentes documentales, al tiempo que podría poner en cuestión algunas de las tesis sobre los afectos materno-filiales en los siglos XV-XVII.

Esta iconografía religiosa pasa a la pintura laica tempranamente, pero es el siglo XVIII el que la toma con fuerza en retratos de madre con hijos e hijas. Una de las máximas exponentes de retratos madre-hija fue Elisabeth Vigée Lebrun, de la que pronto veremos una copia de una de sus obras en este Museo.  Curiosamente, en la mayor parte de los retratos con hijos o hijas, se suele superar el nivel de edad que era propio de las primeras maternidades religiosas. ¿Quizá por una mayor supervivencia infantil en época de la Ilustración?

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