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Las mujeres en el Museo González Martí
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Las piezas de joyería de esta sala muestran un fenómeno dual respecto a la moda que viven las mujeres valencianas del siglo XIX: se radicalizan las diferencias en la indumentaria que se utilizaba en las zonas rurales y en las ciudades y cada vez se diferencian más las vestimentas de los sectores populares respecto a las clases altas, entregadas a la adoración de todo lo que provenía de Francia, joyería incluida.
En el siglo XIX Valencia se convierte en una gran ciudad burguesa. Mujeres y hombres utilizarán la ropa para señalar la pertenencia a esa clase llevándola como un principio identitario de la misma. Es la época en que se desarrolla un incipiente consumo basado en la publicidad de las primeras revistas gráficas donde aparece una indumentaria en la que los complementos son fundamentales: guantes, paraguas, sombrillas, zapatos y - por supuesto- la joyería, son elementos que no pueden faltar en la deseable “elegancia” de cualquier mujer que quisiera estar a la moda sin renunciar a ser “respetable” y “recatada”. Por otra parte, durante el siglo XIX se produce otro fenómeno: el comienzo de la moda del folklorismo, que revaloriza el traje popular de las mujeres que -dicho de paso- no deja de ser un invento que reutiliza de forma estereotipada la moda imperante en el siglo XVIII.
En este doble contexto, Valencia cuenta además con un importante número de joyeros dedicados a producir tanto la alta joyería como la joyería más popular elaborada con materiales humildes como el latón, la plata o el cobre. Estas producciones podían imitar por un lado modelos franceses como las pitilleras, los carnets de baile y la alta joyería y, por otro, piezas tradicionales como los rosarios, los pendientes, las peinetas y agujas, los crucifijos y los amuletos que llevaban las mujeres del pueblo.
Lo interesante es ver cómo se produce un proceso de contaminación continua entre una y otra forma de hacer: los joyeros podían reproducir formas francesas para que los usaran las mujeres de las clases bajas , y elementos tradicionales como las peinetas o las agujas en oro y piedras preciosas para ser utilizadas, en las grandes ocasiones, por las mujeres con grandes recursos económicos, que no renunciaban a participar en las fiestas folklórico-religiosas ataviadas con el traje típico de valenciana.
El elemento más característico de la joyería valenciana es sin duda la “pinta” o peineta, que la historiografía más romántica quiere hacer proceder de los íberos, pero cuyo antecedente más directo quizá esté en la corte de Carlos III en Nápoles, cuando se descubren las ruinas de Herculano y Pompeya y se pone de moda en toda Europa el denominado “estilo pompeyano” . En un primer momento, eran peinetas bajas (o escarpidoras) que simplemente sujetaban el pelo y que, poco a poco, fueron ganando altura y ondulándose conforme avanza el siglo, con el fin de alargar la silueta de las mujeres al colocarse la mantilla. El elemento característico de las peinetas valencianas es que son elaboradas en distintos metales: latón, cobre, plata o excepcionalmente oro, lo que las hacía un objeto a disposición de todas las clases sociales. Para todas las mujeres era un objeto imprescindible en el arreglo femenino cuando se quería resaltar el aspecto tradicional. En la colección que guarda el museo hay algunas con motivos amatorios, florales, o incluso históricos. Todo recogido de pelo con peineta iba acompañado además de las “agujas” de distinto tipo (de cañón, de espada), elaboradas también en distintos metales y cristales de colores o pedrería de calidad.
El segundo elemento más importante del traje femenino valenciano es la “joia” por antonomasia, que se lleva colgada sobre el pecho. Se compone de varias piezas desmontables y, debido a su peso, era sujetada, en origen, con un lazo y, más tardíamente, con un broche. Esta pieza no tiene sin embargo nada de tradicional, ya que es en realidad una moda copiada de la “sévigné” francesa, poniendo en evidencia que lo que muchas veces llamamos “trajes regionales” no son más que elaboraciones y reinterpretaciones de elementos muy cercanos al momento histórico en que se crean.
Los joyeros valencianos, cuyo gremio fue el primero creado en España en el Siglo XIII, surtieron de joyas a todas las mujeres valencianas, elaboradas con distintos metales y pedrería. Este gusto de las mujeres valencianas por la joyería ha sido un elemento interclasista que proporciona una cierta unidad estética y un sentido de pertenencia a una comunidad, tal como podemos observar en muchas de las representaciones de la azulejería que exhibe el museo.
A través de toda esta producción podríamos adentrarnos por diversos aspectos de la historia de las mujeres, entre ellos la diversidad, la religiosidad, la preocupación por la belleza o los objetos y juegos de seducción.
Junto a los abundantes elementos decorativos que nos frecen las vitrinas de la sala, encontramos el retrato de una de las mujeres del siglo XVIII más ensalzada por su belleza y más criticada por su conducta: Mª Antonieta, reina de Francia por su matrimonio con Luis XVI y condenada a morir en la guillotina en 1793 tras haber intentado huir de la Francia revolucionaria. Pero la figura que ahora nos interesa no es ella, sino quien la retrató, la pintora parisina Marie-Louise-Elisabeth Vigée-Lebrun (1755-1842), elegida como pintora de corte por la reina en 1778, con la que mantendría una estrecha amistad. Como otras pintoras, era hija de un pintor, con el que se inició en este oficio que, muerto su padre, le permitió mantener a la familia. Por iniciativa de su madre casó con el pintor y comerciante de arte J-B-P Lebrun en 1776, que le abrió mercados. Un viaje a los Países Bajos en 1781 le permitió ampliar sus conocimientos de pintura, que desarrolló pintando a personas de las élites económicas y cortesanas de diferentes países. Las resistencias para que fuera reconocida como miembro de la Academia Francesa de las Artes -por ser mujer- fueron salvadas por intercesión de la reina Mª Antonieta y el propio Luis XVI, siendo admitida en 1783. Tras el estallido de la Revolución francesa abandonó el país, viajó por Italia –donde conoció a otra reconocida pintora: Angelica Kauffman- y realizó numerosos retratos de reyes, nobles e intelectuales en diversas cortes europeas, siendo reconocida como miembro en diversas Academias, entre ellas la de San Lucas en Roma, la de Bellas Artes de San Petersburgo y la Sociedad para el impulso a las Bellas Artes en Ginebra. Esta extraordinaria retratista, que vuelve a Francia en época napoleónica, también se interesó por el paisaje y dejó una importante colección de autorretratos –a veces como pintora-. Los retratos con su hija Julie ofrecen nuevos referentes laicos de maternidad gozosa, muy en consonancia con los discursos roussonianos de la Ilustración. La delicadeza de las obras, la luminosidad y exquisitez de los diseños, presentan un mundo amable e idealizado que da respuesta a los deseos decorativos y acríticos de su mercado. Entre 1835 y 1837 publicó sus memorias. Esta mujer, de gran talento y pasión por el trabajo, también tuvo el reconocimiento de grandes pintores de su tiempo. La historia del arte ha comenzado a recuperar su memoria.