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SITUACIÓN JURÍDICO-SOCIAL DE LAS MUJERES EN LA HISPANIA ROMANA
El espacio de introducción a las salas de la Hispania romana nos permite adentrarnos en algunas de las características que hacen considerar a Roma como una sociedad patriarcal dadas las relaciones de poder y diferencias de derechos y deberes entre hombres y mujeres, así como en la propia diversidad de condición entre las mujeres.
La sociedad imperial romana contemplaba cuatro diferencias fundamentales: población ciudadana, esclava, liberta y extranjera, pero en el interior de estas tipologías el sexo actuaba como elemento diferenciador significativo, ya que hombres y mujeres no compartían derechos y deberes en igualdad. Podríamos decir, con Celia Amorós, que las mujeres libres, desde una posición de ciudadanas no individualizadas con nombre propio y reducidas al ámbito doméstico o del no poder, constituían el grupo de las idénticas, frente a ellos que, con derechos políticos y un nombre que los individualizaba, componían el grupo de los iguales y tenían en sus manos la gestión de los asuntos públicos y el control del grupo familiar a través de la potestas como pater familias.
En efecto, ellas llevan el nombre de la gens de pertenencia: Julia, Agripina, Antonia…a las que se añaden a veces apodos que las diferencien: la mayor, la menor… Ellos portan tres nombres: el propio, el de la gens y el de la familia. No obstante, la diversidad territorial supuso variantes en las que podemos distinguir, a veces, la asociación al linaje femenino. Pero lo esencial del sistema romano eran los límites impuestos a las mujeres consideradas ciudadanas: no tenían derecho a voto -aunque encontraron vías de expresar públicamente sus preferencias-, no podían ser elegidas para cargos públicos -salvo para sacerdotisas del culto imperial-, ni formar parte del ejército y estaban bajo la tutela de un varón cualquiera que fuera su edad y condición.
En el capítulo CXXXIII de la tabla V de la ley de Osuna (nº de inv. 18630), que podemos ver en el espacio dedicado a las leyes, queda constancia de la incorporación de las mujeres a la ciudadanía por vía del matrimonio con los colonos romanos asentados en el territorio.
A pesar de ser una ciudadanía limitada, la ciudadanía de las mujeres es condición imprescindible para que los hijos sean ciudadanos y puedan integrarse en el sistema, razón que debió impulsar la concesión de la misma para garantizar la ocupación, aculturación y funcionamiento del sistema a largo plazo. La ciudadanía de las mujeres evidenciaba así su papel esencial en el plano institucional.
En tiempos de Augusto (siglo I) se abrieron vías para liberarse de la tutela y de la esclavitud a través de la natalidad y se ofreció a las viudas la posibilidad de elegir a sus tutores, lo que pudo relajar su dependencia. A ello se añadieron disposiciones que favorecieron la libre disposición de sus patrimonios y seguridad sobre sus dotes, así como mejoras en el acceso a las herencias, lo que favoreció la posición social de las mujeres de las élites.
Paralelamente, la legislación imperial también intentó controlar el cuerpo de las mujeres a través de la penalización de la pérdida de la virginidad, del adulterio -que convirtió en delito público sacándolo del ámbito privado-, el aborto e incluso las conductas consideradas inmorales.
Retratos, mosaicos y lápidas dejan memoria visual -y a veces nominal- de estas mujeres a lo largo de este itinerario, lo que nos permitirá conocer sus rostros, formas de vestir, peinados, adornos y actitudes, generalmente idealizadas y reflejo del sentido del pudor y la dignidad que debía impregnar a las matronas romanas.
El retrato femenino (sala 18, nº de inv. 2762) del primer tercio del siglo I que podemos ver en esta sala es un buen ejemplo. Su peinado, sencillo es reflejo de los valores propios de la mujer virtuosa apoyada por la política de Augusto y que parece representó excepcionalmente su sobrina Antonia, madre del emperador Claudio, a la que se atribuye este modelo de peinado.
Roma era también una sociedad esclavista. Las esclavas eran abastecedoras de mano de obra esclava, ya que la condición jurídica se transmitía -como hemos en el caso de los derechos de ciudadanía- a través de la madre.
La carta escrita sobre barro cocido que podremos observar en la Sala de los mosaicos (sala 22, nº de inv. 1954/30/1) deja constancia de esta concepción: Máximo, propietario de un dominio rural, da orden de castigo contra quien ha dado muerte a una de sus esclavas por haberle privado de dos individuos, la madre y la criatura que esperaba. Las libertas, esclavas liberadas, mantuvieron -como sus iguales varones- especiales relaciones de fidelidad con quienes las liberaron, como refleja el Ara funeraria de Silvano, levantada en su honor por su liberta y heredera Prepis, cuyo nombre apenas es legible por el desgaste de la piedra (sala 18, nº de inv. 20217). La libertad podía obtenerse por concesión, natalidad o por compra. Extranjeras en Roma de las que ha quedado memoria en la literatura fueron, por ejemplo, la reina Cleopatra, que habitó en la ciudad entre 46-44 a .C.; Claudia Rufina, procedente de Britania y plenamente integrada en la sociedad romana o Teófila, cuyo espíritu, según el poeta Marcial -que la asocia al círculo de Platón y los estoicos-, “está embebido de filosofía griega”. La imposición del cristianismo como única religión oficial en el siglo IV cristalizó las medidas de control del cuerpo de las mujeres que caracterizaron a la sociedad romana, condenó el divorcio defendiendo el matrimonio como una unión indivisible, cerró las puertas al sacerdocio de las mujeres y eliminó los referentes de poder femenino que representaron diosas y sacerdotisas.